« Back To Free Stories Archive
Desde pequeño las vacaciones siempre fueron para mi un verdadero paraíso, no sólo porque llegaba el tiempo de disfrutar del sol y de la playa, sino también porque la visita de algún amigo o primo me daría la oportunidad de disfrutar de un buen par de pies.
Recuerdo un verano que alquilamos una cabaña con un grupo de amigos para pasar un veraneo inolvidable junto al mar. Cuando uno guarda secretamente su fetiche por los pies, las salidas con amigos suelen vivirse con mucha más excitación y expectativa. Ese verano ocurrió que, en la cabaña vecina a la nuestra, pasaban unos días de vacaciones un grupo de chavales de entre 21 y 24 años, deportistas los cuatro y jugadores de un club de rugby muy importante. Entre nuestro grupo y ellos no tardamos en hacer amistad y en programar salidas, las típicas en las que los jóvenes solemos beber más que de costumbre y conquistar chicas guapas y de las otras.
Juan, que tenía 21 años, era a pesar de su corta edad el capitán del equipo de rugby. Tenía inquietudes intelectuales además de las deportivas y no resultó difícil hacer una buena amistad con él. De ojos marrones y cabello rubio, tenía un físico privilegiado, trabajado no a fuerza puramente de gimnasio sino de actividades deportivas. Un a de las cosas que en seguida atrajeron mi atención fueron sus pies talla 13 americana, anchos, muy cuidados, con dedos largos pero no demasiado flacos. Sus piernas eran fuertes y la sombra del vello abundante y rubio le llegaba prácticamente hasta el empeine, cosa que hacía resaltar más aun sus tobillos bien macados y un tendón de Aquiles prominente. Como si ello fuera poco, solía usar zapatillas deportivas sin calcetines y, verlo sacárselas cuando llegábamos a la playa, era una verdadera fiesta.
Ese día, después de la playa, mis amigos y los de Juan decidimos jugar un partido de fútbol. Jugamos 3 horas seguidas y terminamos como a las 9 de la noche. La cuestión es que a esa hora el agua escaseaba porque todo el mundo regresaba de la playa y la presión del agua se hacía casi inexistente. A esa edad y en vacaciones, el baño -o, mejor dicho, el no baño- no es un problema. Sin pasar por la ducha, cenamos, nos cambiamos y salimos a divertirnos como todas las noches. Esa madrugada volvimos con un poco más de alcohol que lo habitual (yo casi no bebo y los chicos, verdaderos deportistas, tampoco acostumbraban a beber más que alguna cerveza). La cuestión es que en algún momento de la madrugada me desperté. Estaba en la cabaña de Juan y sus amigos (no recuerdo cómo llegué allí), durmiendo sobre un colchón a los pies de las camas de Juan y de Matías, otro rugbier de 23 años, que calzaba unas zapatillas tamaño 12. Las cinco siguientes horas no se borrarán jamás de mi memoria.
Recuerdo que, a 40 centímetros de mi cara, asomaban fuera del colchón los dos enormes pies de mi amigo Juan mientras, en la cama de al lado, Matías dormía semitapado y con una profunda respiración de sueño. Como estaba amaneciendo, la poca claridad que entraba me permitía distinguir bien esos dos pies colosales. Para mi deleite, llevaban puestos los mismos calcetines cortos (hasta los tobillos) con los que había estado todo el día y con los que había corrido durante tres horas jugando al fútbol. Sin tocarlo acerqué mi nariz al pie derecho, mi preferido, y el olor era maravilloso... tenía toda la fuerza de un deportista de 21 años. Agudicé mi oído y comprobé que su respiración también era profunda. De cualquier manera, para evitar disgustos, acerqué mi dedo índice y lo apoyé en la planta de su pie izquierdo... nada. Acerqué mi cara al pie derecho y, por fin, apoyé mi nariz a la altura de sus dedos y mi boca en la parte inferior.
Caí en estado de éxtasis: el aroma, la humedad de esos calcetines, el calor que emanaba ese pie en el cual yo frotaba suavemente mi cara para recoger la mayor humedad posible; todo ello rematado con una visión en perspectiva de una pierna poderosa y un torso escultural que terminaba con los brazos de Juan bajo su cabeza. Si miraba un poquito a la derecha, veía la otra columna poderosa con su pie a sólo diez centímetros de mi oreja. Yo seguía con mi boca y nariz recorriendo muy suavemente ese calcetín mágico, mientras, para mi sorpresa y alegría, la respiración de Juan se hacía más profunda y relajada.
Cada tanto, sus dedos se flexionaban delicadamente sobre mi nariz en una suerte de reflejo aprobatorio de mi atenta dedicación. Me pareció injusto dedicar toda mi devoción a su pie derecho, así que, luego de un buen rato de untar toda mi cara con el sudor de ese calcetín bien ceñido, repetí la operación con su pie izquierdo, el cual, por supuesto, también me supo a gloria. El calor del verano no dio tregua ese mes, y en la cabaña también se hacía sentir. Eso me dio la chance de volver a mi pie preferido pero para intentar un trabajo mucho más fascinante: quitarle a Juan el calcetín y acometer a una verdadera limpieza del pie... pero con mi lengua. En efecto, mi gratitud a Juan sólo podría expresarla si mi lengua pasaba por todos aquellos lugares que el agua escasa del día anterior no había podido limpiar. Y los dos pies seguían allí impasibles mirándome, rogándome que los aliviara del sudor, el calor y el ajetreo del día anterior.
Pellizqué suavemente en el talón el calcetín aun húmedo de Juan, y logré hacerme de una puntita de donde poder tirar. Mientras yo jalaba, el calcetín se deslizó suavemente hasta dejar al descubierto medio talón; lo más difícil ya estaba logrado. A continuación cogí una puntita de calcetín sobre sus dedos y comencé a tirar: mientras el calcetín comenzó a deslizarse, podía sentir cómo iba despegándose de esa planta del pie tan sudorosa. Talón, arco, dedos... y un pie majestuoso, que irradiaba calor, quedó frente a mis ojos y mi boca. En ese momento Juan hizo un suspiro profundo, como de alivio y agradecimiento, y en un súbito movimiento, estiró un poco más la pierna liberada del calcetín y la acomodó, apoyando su pie fastuoso sobre mi nariz y mi boca, a la vez que flexionaba su pierna izquierda dejando el pie con calcetín fuera de mi vista.
Así, como estaba, me quedé duro del pánico; pero no, lo que siguió fue un par de suspiros más relajados, una suave presión del pie sobre mi rostro y el movimiento de sus dedos sobre mi nariz, como si mi cara fuese el tope de la cama donde él necesitaba apoyar su pie. Estaba claro que, dormido y todo, Juan -desde ese momento mi amo- no dejaba de sentir el placer y el alivio que yo le estaba prodigando a sus pies. Mi sentimiento de gratitud no podía ser mayor, así que decidí hacer lo que debía: refrescar con mi lengua mojada ese pie ardiente y, a la vez, dejarlo tan limpio como si recién hubiese salido de un baño de inmersión. Apoyé mis labios sobre el talón y lo toqué con la punta de mi lengua: sal, pura sal, como si esos pies fueran un océano de sudor salado inagotable. Degusté a continuación en el extremo superior, sin llegar a los dedos: delicioso; "lo que habrá entre los dedos!!", pensé lleno de gozo.
Empecé a besar delicadamente el pie de mi amo en cada centímetro cuadrado de su superficie y dejé mi nariz atascada entre sus dedos para inhalar todo el aroma que fuera posible. Cada tanto, él repetía ese reflejo maravilloso de mover sus dedos sobre mi nariz o boca y presionar suavemente como si mi cara fuese el apoyo de su pie. Al cabo de un rato de besar e inhalar todo lo que me fue posible, decidí por fin dar alivio del calor que seguía padeciendo el pie de mi joven amo. Comenzando desde el talón, y en un movimiento sin interrupción hasta la base de los dedos, mi lengua empezó a deslizarse suave y lentamente de abajo hacia arriba, refrescando esa piel salada y ardiente, y recogiendo a la vez toda la salinidad acumulada en 24 horas de trajín, deporte y juerga nocturna.
Era realmente una fuente inacabable de sal y sudor porque, lamida tras lamida, el sabor seguía siendo intenso y exquisito, una y otra vez. Mi aliento, en un leve soplido, completaba la faena y refrescaba la superficie humedecida por mi lengua. Terminada la planta, me faltaba lo más sabroso: los dedos y sus espacios intermedios. Comencé por entre el dedo pequeño y el anular... qué cavidad! qué superficie interior! no me alcanzaba la lengua para lamer tanta sal, para repasar tantos recovecos llenos de sabor. Luego de los espacios entre dedos pasaba al dedo siguiente, cada uno de los cuales introduje suavemente en mi boca hasta dejarlo insulso y húmedo.
Después de relamer cada uno de ellos la operación se completaba con mi cara y nariz volviendo a su posición original, cual tope de la cama, mientras que los dedos de Juan se movían suavemente apoyados en mi rostro, y su respiración se dejaba oír serena y relajada. Terminar con la sal de entre sus dedos me llevó un buen rato de devota dedicación y, mientras yo hacía mi trabajo en estado de trance, mi joven amo, dormido como estaba, dejó hacer la labor sumido en una relajación entusiasta y placentera... nunca en mi vida había sentido yo una respiración tan plácida.
Así, mientras observaba y besaba con devoción mi obra concluida, podía percibir que el pie de mi amo Juan ya no hervía, estaba tibio y a una temperatura más normal. Y así me quedé, sentado en mi colchón a los pies de su cama, con su pie firmemente apoyado en mi rostro, regodeándome en el buen trabajo que acababa de completar... cuando, de repente, Juan hizo una respiración más profunda, retiró hacia atrás el pie que acababa de aliviarle con mi boca, y su cara de placidez volvió a trocarse en gesto de agobio y acaloramiento.
Mi alegría se empezaba a transformar en frustración... ¿acaso todo mi empeño y dedicación no lo habían aliviado? La alegría volvió en seguida: ahora, el que volvía a asomarse por el extremo de la cama, a mi derecha, casi tocándome la oreja, era su pie izquierdo, cubierto con un calcetín sudado, caliente y perfumado... Imponente como el derecho, parecía mirarme, como queriéndome recordar que el trabajo no estaba completo todavía. Lleno de alegría y agradecimiento, me entregué por completo a mi labor y, puedo asegurarles que al final de la misma, mi amo Juan recuperó la misma placidez que supe prodigarle cuando me ocupé de su pie derecho.
Lo único que puedo agregarles es que estuve más de tres horas consagrado, sin interrupción, a los pies de mi amigo Juan, desde ese día mi amo. Cuando nos levantamos bien tarde, al mediodía, llegó a contarme que la noche anterior mi estado alcohólico era tan calamitoso que me habían llevado a dormir con ellos porque su cabaña estaba más cerca que la mía. Me dijo, contento, que desde hacía tiempo no había dormido tan bien y que había tenido un sueño tan reparador que sus piernas y sus pies no acusaban ningún cansancio de la dura jornada del día anterior. Lo más importante: me pidió que me mudara a su cabaña con ellos, siempre y cuando no me importara dormir en el colchón. Mi amo dice que ese fue el verano en que supo lo que es dormir bien.
Por último, debo decirles que la historia de esa noche no termina aquí. Una vez que quedaron impecables y fresquitos los pies de Juan, y cuando por fin me disponía a dormir un poco, dos enormes pies se asomaron por el extremo de la otra cama: era el amo Matías que, también con calcetines bien sudados y los pies ardientes, reflejaba en su cara una expresión de sofoco que, como buen servidor, no pude dejar de aliviar...